Vamos a empezar con unas
ideas centrales:
1. La Cruz es el símbolo y señal del
cristiano porque en ella se consumó la Redención del mundo. El Señor empleó la
expresión tomar la cruz en diversas ocasiones para indicar cuál
había de ser la actitud de sus discípulos ante el dolor y la contradicción.
La fe nos enseña que el sufrimiento
penetró en el mundo por el pecado. Dios
había preservado al hombre del dolor por un acto de bondad infinita. El pecado
de Adán, transmitido a sus descendientes, alteró los planes divinos. Con el
pecado, entraron en el mundo el dolor y la muerte.
Pero el Señor asumió el sufrimiento
humano a través de las privaciones de una vida normal (pasó hambre y sed, se
cansó en el trabajo…) y de su Pasión y Muerte en la Cruz, y así convirtió los
dolores y penas de esta vida en un bien inmenso. Es más, todos estamos
llamados, con el sufrimiento y la mortificación voluntaria, a completar en
nuestro cuerpo la Pasión de Jesús.
2. Dios quiere nuestra
santidad, para eso nos ha creado y podemos ofrecerle lo que es su voluntad, toda
mi vida entra en sus planes: Dios inscribió la ley del trabajo en la vida del
hombre, también los deberes familiares, la necesidad de desarrollo personal, de
los talentos que nos ha dado… vida familiar... cumplimiento de deberes de trabajo. La respuesta de mi
vocación de cristiana es que puedo cumplir mis deberes por amor. Y aquí entra
el tema del ofrecimiento.
El encuentro con
personas que no entienden el sentido de ofrecer a Dios trabajos, sacrificios,
dolores, etc, es frecuente entre nosotros. Personas que cuando se les plantea
la cuestión preguntan desconcertadas ¿acaso Dios necesita algo de nosotros?
¿Qué gana si yo le ofrezco esto? ¿Para qué le sirve que se lo ofrezca? ¿Acaso
le hace algún bien a Dios?
Y tienen razón. Si la
cuestión acerca del sentido y valor del ofrecimiento se plantea desde nuestra
perspectiva utilitarista, es difícil de entender. Mirado así, efectivamente, no
parece que pueda servir de mucho.
¿Para qué quiero yo un
elefante, o un traje de novia, 10 kg. de cemento, o…? Posiblemente esos
regalos me crearían un problema que no tengo: ¿qué hago yo con esto? Aplicado a Dios, uno se podría preguntar
¿qué hace con mi estudio? ¿qué le cambia si yo se lo ofrezco? ¿para qué le
sirve mi dolor de muelas? ¿qué hace con la carne que no como los viernes...? y
así podríamos seguir
Pero el asunto no es
qué gana Dios, sino qué gano yo.
Aquí radica la verdadera perspectiva. Porque Dios me pide cosas que El no
necesita, pero que yo sí necesito. Me
pide para dar. Nos exige para que sepamos entregarnos.
Por otro lado, el
ofrecimiento santifica lo ofrecido, y hacerse santo santificando la vida es lo
más útil del mundo... De manera que nos vendrá muy bien entender mejor qué
sentido tiene ofrecer, para qué lo hacemos, qué pasa cuando lo hacemos (que es
lo que hacemos realmente al ofrecer algo). Y la respuesta es sencilla: Para llenarlo de sentido, descubrir su
valor y sobre todo ganarnos el cielo.
- ¿Por qué Dios quiere
que le ofrezcamos sacrificios, ofrendas, etc.? Porque nos quiere, aprecia todo
lo nuestro. Nos enseña a ser agradecidos.
El hecho de la
necesidad de ofrendas está fuera de duda: aparece desde el principio del
Antiguo Testamento. Allí encontramos a Abel y Caín ofreciendo a Dios el fruto
de su trabajo: su ganado y los frutos de la tierra.
Dios
quiere lo que me hace bien a mí. Se lo entiende mirando un reflejo humano del
amor divino: al amor materno. Una buena madre se goza más en el bien de los
hijos que en el propio. Cuando le preguntan ¿qué quieres que te regale?
Contesta: “¡que te portes bien!” Y no es una forma de decir, es verdad: lo que
realmente quiere. Eso es lo que las llena: el bien de sus hijos, su éxito,
verlos mejor, crecer, madurar, llegar alto… Se gozan en sus hijos…
¡Y Dios es nuestro
Padre! que nos creó, se complace
entonces en que demos fruto, se complace
en lo nuestro, quiere que le ofrezcamos
lo que nos hace bien a nosotros. Y hacer el bien que hacemos, ofreciéndoselo a
Dios, nos hace bien a nosotros: porque así nos saca de esquemas egoístas: busco
mi santidad por amor a Dios y no por soberbia, amor propio, o afán
perfeccionista.
"La
sociedad de consumo que nos rodea, nos inunda de eslóganes y reclamos
comerciales. Nos vemos sumergidos en un entorno materialista donde no hay lugar
ni tiempo para Dios. Esta superficialidad se refleja también en la manera de
enfrentarnos al sufrimiento y al dolor. Mucha gente trata de rechazarlo o ignorarlo,
como si eso fuera posible. Si alguno quiere seguirme, que tome su cruz,
son palabras de Jesús que provocan
una auténtica sacudida a nuestra vida. Como decíamos al inicio. Sin
embargo, un dolor santificado, ofrecido, puede ser el medio del que el Señor se
sirva para purificar nuestro corazón, y puede hacernos madurar como personas y
forjar una interioridad profunda. A
través del sufrimiento podemos crecer en esa visión honda de las situaciones y
de las personas; adquirimos madurez y, con ella, fortaleza, serenidad,
compasión y comprensión, misericordia" (Rafael Sanz)… Con la aceptación del dolor se adquiere
hondura. y muchas veces ese dolor, las incomprensiones
vendrán sin buscarlas… otras veces seremos nosotros mismos quienes regalemos a
Jesús lo que más nos cuesta y hasta lo que más nos gusta.
La Virgen María, que
fue madre de nuestro Señor y es Madre nuestra, nos ayudará a comprender que con
fe, humildad y saberse abandonar en Dios como ella misma lo hizo, es el mejor
camino a seguir para lograr ser mejores Hijas de Dios. Ella que vivió el dolor
de cerca, acompaño a Jesús hasta su muerte nos dará las fuerzas para ir
ofreciendo cada día las pequeñeces o grandes dificultades que en casa, en el
trabajo, en el grupo de amigos… van apareciendo.
Bibliografía
consultada:
Camino y Forja. San Josemaría
Escrivá.
Rafael Sanz Carrera (28.02.18).
Fuente: https://rsanzcarrera.wordpress.com/2018/02/27/el-drama-de-la-cultura-actual-es-la-falta-de-interioridad-la-ausencia-de-contemplacion/
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